El monje y el mendigo. Chantal Maillard

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– Cultivé la tristeza y fui rodando hasta los confines inferiores. De gravedad enfermé y de mi propio peso me nutrí…

Mientras salmodiaba de este modo, el monje tendía la mano ofreciendo sus ojos a todo el que quisiera ver con claridad el lado más sombrío de las cosas. Nadie los rechazaba. Llenos de curiosidad, apenas los sentían parpadeando entre sus dedos, se apresuraban a colocarlos en sus propias órbitas y abandonaban los suyos a los pájaros. Luego, ardiendo en lucidez, vagaban por el mundo palpando las heridas y haciendo recuentos de las llagas. Pero un día, llegó a oídos del monje que al otro lado del mundo un mendigo ofrecía sus ojos también a quien pasaba y que quienes los recibían iban por los caminos temblando de gozo, abrazándose a los árboles y celebrando la belleza de este mundo. ¿Qué lente sería aquella?, se preguntaba el monje, ¿qué cristalino sería, capaz de tanta distorsión?

El monje fue en busca del mendigo y le ofreció realizar un intercambio. De inmediato, el mendigo se sacó con júbilo los ojos mientras el monje le entregaba los suyos lamentándose mucho de su pérdida.

Pasaron años. El mundo se había dividido entre los que lamentaban su lucidez y aquellos, menos numerosos, que libaban el dulzor de las heridas. El monje y el mendigo supieron poco el uno del otro. Hasta que una noche, la más oscura de las que se pueda recordar, sucedió algo extraño. El monje se encontraba durmiendo en la habitación de una posada. Tuvo frío y se cubrió bendiciendo el cobijo. Tuvo hambre y agradeció sentirse vivo. Halló oscuridad y entonó jubiloso un canto de alabanza. Pero, de repente, como surgiendo de aquella densa oscuridad, creyó oír la voz del mendigo entonando el canto más triste que jamás había oído. El monje calló para oírla mejor, pero sólo encontró silencio. Volvió a cantar y de nuevo la oía. Y así sucedió que cada vez que él cantaba también lo hacía el otro, y cando él callaba sólo silencio había.

Pasaron días, semanas, tal vez años. En la posada, el tiempo se había detenido, reemplazado por las voces que melodiosamente se encontraban a pesar de su aparente disonancia. Hasta que un día se quebraron al unísono. Entonces el monje salió de la posada. En el umbral dejó, en prenda, sus ojos y echó a andar. Nunca más volvió a abrir la boca. Para hacer notar su presencia carraspea, y tiende la mano para recibir los alimentos que le ofrecen. Se oyó decir que, en la otra parte del mundo, un mendigo carraspeaba de igual manera.

Chantal Maillard, La mujer de pie, Galaxia Gutenberg, 2016

Obra visual de Yornel Martinez Elías

 

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