Doug Peacock nos habla de la necesidad que tenemos de creer que aún existen esos lugares libres de contaminación, refugios en medio del progreso, de la civilización, del espectáculo en que se ha convertido prácticamente todo. Necesitamos saber que esos lugares sagrados, en cierto modo, evocadores, capaces de conectarnos con las edades primigenias de la humanidad, aún permanecen a salvo, lejos del afán de dominio, de poder, de usurpación, de los estados y de las grandes corporaciones.
Mezcla de memorias, de diario, de manual de supervivencia, de relato de aventuras, Mis años grizzly me cautivó desde las primeras páginas. La fuerza de la narración, los recuerdos y confesiones del autor sobre su experiencia en la guerra de Vietnam, su lucha por labrarse una nueva vida al regreso del horror, una vida fuera de los órdenes y las reglas del sistema, convierten el libro en una de esas obras que me gusta definir como obras de crecimiento, porque en ellas se da cuenta de un proceso vital de aprendizaje y porque cuando las leemos sentimos que estamos accediendo a zonas de luz, de conciencia, imposibles de descubrir por nosotros mismos.
Si os gustan los documentales sobre la naturaleza; si la lucha ecológica os mueve a la acción, a la protesta; si sois de los que consideráis que pocas cosas justifican el maltrato del planeta, de su equilibrio, este es vuestro libro, pero, aún sin cumplir todas estas condiciones, os aseguro que la entrega no os dejará en absoluto indiferentes.
Peacock remite a Thoreau, a quien él mismo cita en un momento dado. Es evidente que el ex-combatiente ha bebido mucho del autor de Walden, aunque sus experiencias y sus riesgos hayan sido mucho más extremos, pero a mí la entrega me ha llevado a otro libro absolutamente revelador, Alce negro habla, el diario vital, transcrito por John G. Neihardt, de las andanzas, pensamientos y visiones de un legendario sioux. El respeto, la admiración, por los antiguos pobladores de Norteamérica, que también animó a Thoreau, está presente en todo un recorrido marcado por los vestigios, por las huellas, por las creencias, de las distintas tribus de indios, cuyos descendientes ahora se hacinan en reservas y a duras penas conservan la memoria de sus tradiciones, el recuerdo de ese tiempo en el que convivieron en armonía con la naturaleza, con los animales.
Una y otra vez los lugares de poder, el cultivo de los sentidos, de la intuición de los pueblos primitivos, la sabiduría y las leyendas indias, muchas de ellas sobre el carácter sagrado y sanador de los osos, asoman en el relato. Estamos, pues, ante las confesiones y reflexiones de un explorador, de un hombre que encuentra su rumbo allí donde aún es posible sentir que no todo es trabajo, dinero, tecnología. Mis años Grizzly es un libro apasionante, insisto, capaz de sacarnos de nuestras comodidades el tiempo que dura su lectura.
Las pesadillas, los terribles recuerdos de Vietnam lo invaden noche tras noche, y decide echarse al camino, dejar atrás el alcohol y las anfetaminas, habituales vías de escape de los combatientes, y emprender rumbo a las Montañas Rocosas. En sus recorridos por parques como el de Yellowstone o el Nacional de los Glaciares, siguiendo a especímenes de grizzlies que, poco a poco, se le van haciendo familiares, encontró su propio cauce de supervivencia.
“En Vietnam el depredador principal era el hombre. Si había obtenido un granito de sabiduría tras vivir la agonía de la batalla, éste no tenía nada que ver con técnicas para matar o hacer la guerra. No había iluminación alguna en el asesinato. Lo que se me había quedado grabado a fuego en lo más profundo de la conciencia eran las pequeñas acciones de gracia, lecciones que yacían latentes en el recuerdo y que ahora poco a poco rescataba de los rincones más anestesiados de mi cerebro. Nunca importaba el porqué. La propia concesión de clemencia era trascendental”
[…] En sus recorridos por parques como el de Yellowstone o el Nacional de los Glaciares, siguiendo y observando a especímenes de grizzlies que, poco a poco, se le van haciendo familiares, midiéndose con la naturaleza, fue como encontró su propio cauce de supervivencia. “Los osos me ofrecieron un calendario a mi regreso de la guerra de Vietnam, cuando un año se difuminaba en el siguiente y yo olvidaba enormes períodos de tiempo al no tener acontecimientos o personas cuyo paso recordar. Tenía problemas con un mundo cuya idea de vitalidad se restringía a la cruda realidad de estar vivo o muerto. El mundo empalideció, como también lo hizo todo lo que había sido mi vida hasta la fecha, y me descubrí ajeno a mi propio tiempo. La naturaleza salvaje y los osos grizzly solucionaron ese problema”, nos cuenta Doug Peacock muy al comienzo del recorrido.
“Estar sentado en el corazón de una señora tormenta de montaña, en busca del que algunos consideran el animal más fiero de este continente, infunde una cierta dosis de humildad, una actitud que me obliga a abrirme y tener una receptividad sorprendente (…) Yo necesito enfrentarme a unos animales enormes y fieros que a veces se alimentan de personas para recordar la concentración total del cazador. Entonces los antiguos sentidos oxidados, entumecidos por los excesos urbanos, vuelven a la vida, y escudriñan las sombras en busca de formas, sonidos y olores. A veces tengo la suerte de mirarme con unos nuevos ojos, de tener una nueva combinación de pensamientos, una metáfora que llama a las puertas del misterio”, nos cuenta Peacock.
“Sentí que algo se transmitía entre nosotros. El grizzly me dio la espalda lentamente, con elegancia y dignidad, y balanceándose se dirigió hacia el bosque, al fondo de la pradera. Entonces volví a escuchar mi respiración pesada, a sentir el flujo de sangre caliente en la cara. Tuve la sensación de que mi vida había sido tocada por un poder y un misterio inmensos”.
En una de sus incursiones tras los osos en el Parque Nacional de los Glaciares, situado en Montana, haciendo frontera con algunas provincias de Canadá, Peacock escribió en las páginas de su diario que el día que le ocupaba, “era un fantástico día para estar vivo” y lo explica así: “Unos diez años atrás, cuando entré en este mundo de los osos, estaba demasiado descentrado y cabreado para ser capaz de sentirme pleno. En cambio, ese día sólo sentía el calor tibio del sol y la calidad única de esa luz –eso es todo lo zen que puedo ponerme–, aunque la naturaleza sea siempre un refuerzo de esa filosofía”.
Me gusta especialmente este apunte porque da idea de la transformación del protagonista, del sentido de su trayecto. Este es un viaje sobre todo apto para buscadores de sorpresas, de aventuras, de tesoros. El autor cierra su diario en pleno invierno, atravesando el desierto de Piedras Negras, en tierras de México. Entremedias se ha casado; ha tenido una hija; ha intentado ordenar su vida y ha fracasado (Lisa, su mujer, es su compañera en algunas de las excursiones que realiza). Es Navidad y en esa geografía áspera, dura donde se encuentra, es consciente de su fragilidad y celebra haber recuperado su amor por la vida, sus ganas por volver, una vez pasado el tiempo de la hibernación, a encontrarse nuevamente con los grizzlies.
Filmación de un oso Grizzly realizada por Doug Peacock, en el Parque nacional de los Glaciares (estado de Montana, frontera con Canadá), a finales de los años 1970: El Grizzlie feliz…
Artículo en Altair Magazine: Doug Peacock, el auténtico “grizzly Man”: