Diez millones.
Un número.
Un número tan sólo
para diez
millones
de casas incendiadas
de cuerpos mutilados
de gritos
silenciados
uno
a
uno
en boca que arde y
no entiende.
1
0
0
0
0
0
0
0
siete
veces
el signo de la nada sobre
diez
millones
de historias
que nunca contará
la lengua de los otros.
Dos palabras.
Cuatro sílabas.
Un globo que soltamos
Al final de la fiesta.
La piñata que espera
el golpe de una mano
nunca
inocente.
*
Pero he aquí que diez
millones de tigres
elefantes
y ballenas
de aves
y de lobos de
reptiles
diez millones
por diez
millones de panteras
de seres voladores
animales que duermen
con los ojos abiertos
insectos, musarañas
y grandes paquidermos
diez millones por diez
millones de hormigas,
de abejas y de búfalos,
diez millones de seres
unidos por un fin
en la tregua del hambre
barrieron los humanos
como si fuese arena
y empujándoles hasta
los confines del mundo
devolvieron
al caos
lo que le pertenece.
(Sobrevivió una anciana.
Viste la piel de un perro vagabundo.
Sin luces, balbucea.
No tiene descendencia.)
*
¿Que qué pasó? Señora, eso aquí nadie lo pregunta.
El diablo se escapó y anduvo por los poblados.
Durante cien días anduvo entre nosotros con
el machete afilado.
No, Señora, aquí nadie pregunta.
Quien no aprende a perdonar
no tendrá paz dentro de sí.
(le respondió a la periodista la
superviviente de un genocidio.)
*
El campo de Kobe, al sudeste de Etiopía.
Los campos saharauis de Tinduf.
los campos de Saklepeha, en Liberia.
Los campos de Bahai, Ereba, Guerida, Forshana, Goz-
Beida y Nigrana, Djabal y Goz Amer, en el Chad.
Los campos de Kibati, Bulenbgo, Buhimba y
Mugunga, en la República congoleña. Los de Mweso y
Masisi.
El campo somalí de Dadaab, al noreste de Kenia. Los
de Hagadera, Ifo, Dagahale, en su frontera.
El campo de Domeez, en el Kurdistán iraquí.
El campo sirio de Za’atari, en Jordania. El de
Muraiyeb al Fohud y el de Anmar al Hmud.
La Franja de Gaza.
Mientras tanto Europa, la esclarecida Europa,
duerme como aquel monje su sueño de
trescientos años oyendo cantar a un pájaro.
Otros pájaros, oscuros, habrán de despertarla.
*
[…]
*
Hocicos temblorosos. Sacudidas. Uno de los cautivos trepa por los barrotes. Suspendido atraviesa la jaula y baja y vuelve a trepar. Dos paseantes se detienen. –El trapecista, dice él acercando los dedos al hocico. –Qué artista, dice ella. Y se alejan torciendo la boca en una sonrisa cómplice. El pequeño animal ha cruzado la jaula por la parte inferior, donde sus compañeros, ovillados, tiritan unos contra otros, y ha vuelto a subir royendo frenéticamente los barrotes. Pienso angustia, pienso libertad. Sin libertad, ¿qué nos impulsa a seguir vivos sino el deseo de esa misma libertad?
Por sobrevivir, cualquier animal embiste las paredes de su celda, atraviesa continentes, camina hasta extenuarse, desplaza a otros, se defiende y mata. Ninguno, sin embargo, esclaviza a otro por provecho o diversión, ninguno encarcela a otro para contemplar las piruetas que da tratando de hallar salida. La crueldad no son las fauces del tigre en el cuello de una gacela, no, la crueldad es moral, y la moral es humana. La estupidez también.
*
No nos enseñaron a desconfiar de los buenos.
La tierra yerma se estremece. Bajo su piel el pueblo de las ratas huye en desbandada.
*
Nunca suficientemente desolados para tocar fondo y arañar el lodo. Tan sólo acariciarlo con la punta de los pies quebrados, huesos Egon Schiele, suspendidos. Levitación en ciernes. Detenida ascensión y vuelo tan sólo permitidos en la fase más leve del sueño.
Soportados por millones de esclavos que arrojados al frío olvidaron su origen y sus cuentos para no recordar el trayecto de ser otro a ser nadie, ¿qué haremos con la vigilia?
Breve temblor de vasos en la mesa. Los pájaros emigran.
Quién tuviese aún tatuada en la piel la segura trayectoria de las aves y la suerte de morir en vuelo, sin sorpresa, sin un grito. Quién pudiese aún vivir en la inocencia, sin preguntas, sin temor y sin vergüenza.
*
Desandar lo andado. Aspirar a encontrar un pueblo sabio, un pueblo antiguo, un pueblo elefante, cuya fuera no estuviese al servicio de la agresión, la conquista o el poder, que tan sólo exigiese que se respetará su derecho de paso: el camino sagrado por el que la manada atraviesa los territorios sin dañarlos.
Hallar un pueblo sabio. Desear salvar la tierra si tan sólo se hallase uno.
Chantal Maillard. La herida en la lengua. Tusquets, 2015
Imagen: Hieronymus Bosch, detalle de The Garden of Earthly Delights, ca. 1490-1510
“Aspirar a encontrar un pueblo sabio…”
“Mientras tanto Europa, la esclarecida Europa,
duerme como aquel monje su sueño de
trescientos años oyendo cantar a un pájaro.
Otros pájaros, oscuros, habrán de despertarla.”
Allí estamos, Rosa, sí… y me vienen a la mente dos textos de Maillard para nutrir una reflexión, ambos recogidos en su libro India: el primero, es una reseña sobre El himno a la Tierra, una pequeña joya que pertenece al Veda más antiguo, el Atharvaveda (primer milenio a.n.e.), y que es una plegaria a la Madre Tierra; el segundo, un fragmento entresacado de “A modo de epílogo”.
Escribe Chantal en “”Cuando los hombres cantaban”:
“Hoy, cuando nos vemos en la necesidad de establecer leyes que regulen la convivencia entre los pueblos, este largo poema nos muestra claramente que hubo un tiempo –aquel en el que los hombres cantaban– en el que algunos tenían claro el derecho de todos a vivir bajo los mismos cielos, pues “como una vaca apacible que no ofrece resistencia al ser ordeñada, [la Tierra] aguanta al insensato y también al hombre de grave entendimiento (…). Ella vive en consonancia con el jabalí y abre su cuerpo al jabato salvaje.”
El cuarteto completo de ese himno a la Tierra citado por Chantal reza así:
“Sustenta la Tierra a pueblos diversos de variadas lenguas,
de costumbres distintas según sus lugares de asentamiento.
Que ella derrame sobre mí la fortuna en mil caudales,
como una vaca apacible que no ofrece resistencia al ser ordeñada.”
[Himno a la Tierra. Ed. Olañeta. Col. Los pequeños libros de la sabiduría. Trad. Oscar Pujol, 2001]
El segundo fragmento que traigo a colación está sacado de un artículo escrito por Chantal en 2012, “La India globalizada: ¿Quién gana y quién pierde?”, y que hago extensivo a nuestra “esclarecida Europa que duerme sus sueño de trescientos años”:
“Vuelvo la mirada hacia los pueblos ágrafos, hacia su milenaria sabiduría, y considero con terror nuestra economía de producción. Pienso en la cantidad de objetos, útiles e inútiles que, en cada segundo, se están manufacturando en industrias que no paran ni de día ni de noche. Considero lo que cada aumento productivo le resta a la Tierra. Y tiemblo.
Nosotros, los que creemos en la letra escrita y, en razón de ello, nos creemos diferentes e independientes del resto de este mundo, nosotros, que no dudaríamos en llamar “plaga” al crecimiento desmedido de una especie en detrimento de otra, no parece que seamos capaces de atribuirnos la palabra, a pesar de la evidente destrucción que nuestro crecimiento y nuestra voluntad de perdurar eternamente le depara al resto del mundo.
¿Volver a una economía de subsistencia? No parece que sea posible. ¿Decrecer? Como mínimo, debería intentarse. Al menos, menguar en soberbia, en individualismo, en creencias, y crecer en respeto y comprensión; cosas que a cada uno nos competen.”
Ahora ¿qué haremos?, se y nos pregunta Maillard. Dónde empezar a hallar ese pueblo sabio sino en cada uno de nosotros…
Abrazo en esta larga digresión, Rosa.