Por fin, por fin mi envoltura se había roto realmente, y yo era ilimitado. Por no ser, yo era. Hasta el fin de aquello que no era, era. Lo que no soy, soy. Todo estará en mí si no soy; pues “yo” es solamente uno de los espasmos instantáneos del mundo. Mi vida no tiene un sentido solamente humano, es mucho mayor, es tan grande, que, en relación con lo humano, no tiene sentido. De la organización general que era mayor que yo, hasta entonces no había distinguido los fragmentos. Mas ahora, yo era mucho menos que humana, y sólo realizaría mi destino específicamente humano si me entregaba, como me estaba entregando, a lo que ya no era yo, a lo que ya era inhumano.
Y entregándome con la confianza de pertenecer a lo desconocido. Pues sólo puedo rezar a lo que no conozco. Y sólo puedo amar la evidencia desconocida de las cosas, y sólo puedo unirme a lo que desconozco. Solo ésta es una entrega real.
Y tal entrega es la única superación que no me excluye. Yo era ahora tan grande que no me veía. Tan grande como un paisaje lejano. Me hallaba lejana, pero perceptible en mis más últimas montañas y en mis más remotos ríos: la actualidad simultánea no me asustaba ya, y en mi más última extremidad podía por fin sonreír sin ni siquiera sonreír. Por fin me extendía más allá de mi sensibilidad.
El mundo no dependía de mí; ésta era la confianza a que había llegado: el mundo no dependía de mí, y no comprendo lo que digo, ¡nunca! Nunca más comprenderé lo que diga. Pues, ¿cómo podré hablar sin que la palabra mienta por mí? ¿Cómo podré decir, sino tímidamente: la vida me es? La vida me es, y no comprendo lo que digo. Y entonces adoro…
Clarice Lispector, La pasión según G. H. Siruela, 2013