ENTREVISTA POR SARA TORRES, 21 OCTUBRE 2016
Fotografía de portada: Anna Oswaldo Cruz.
«¿Puede haber un estado de conciencia que no sea discursivo y de cuyo contenido podamos tener conocimiento?». «¿Y el animal? El animal es antes». «¿Es posible, realmente, la compasión?». Estas son algunas de las preguntas con las que Chantal Maillard (Bruselas, 1951) nos invita a volver a las bases sobre las que se construye nuestra subjetividad, para poder entender su origen y reconsiderar su lógica. En las líneas que siguen hablamos de cuerpos concretos en dolor y contexto. También, de manera crítica, del proceso que implica el acto de contar-se, de contar-los.
Con el compromiso de un trabajo perenne y agudo, la obra en creciente de Chantal Maillard enriquece de forma clave la poesía y el pensamiento en lengua española. Su práctica filosófica invita a la exploración de la voluntad menguada, el presente total, sin negar o excluir el placer del juego y el descanso que a veces proporcionan las representaciones: «Porque con las palabras se sube a la superficie donde todo es comunicable y de esta manera lo vivido pierde su inconmensurabilidad».
Frente a la tradición dualista que ordena el mundo en pares antagónicos, tu escritura propone «desvíos». Señalas hacia «lo otro» del pensamiento y hacia «el animal»…
El otro lado… Tratar de hablar de «otro lado» para evitar las dicotomías es un tanto contradictorio, ¿no es cierto? Pero no se trata de evitarlas, al menos mientras se habla. Dejémoslas donde están: el discurso lógico procede con y a partir de ellas. Sin diferencias no hay discurso, no hay juicio posible. El lenguaje es el gran mapa de las diferencias. Un gato no-es un grillo, ni una nube, ni un cuenco, etc. Toda palabra limita, de-termina, recorta partes en una totalidad que de lo contrario carecería de sentido para el entendimiento.
Así que la pregunta, más bien es: ¿hay alguna forma de pensamiento en el que no intervenga el lenguaje? Depende lo que se entienda por pensar. Allí donde la voluntad interviene hay discurso. Y donde no lo hay, en cuanto queramos poner algo de esto en palabras ya habremos vuelto al ámbito del lenguaje, lo habremos re-flexionado. Tomar conciencia de que es imposible hablar fuera de la propia mente es importante. Es cuando uno topa con los límites, como el protagonista de El show de Truman cuando, después de atravesar el océano, choca contra el horizonte.
La siguiente pregunta sería entonces: ¿puede haber un estado de conciencia que no sea discursivo y de cuyo contenido podamos tener conocimiento?
Lo que llamamos mente es una sucesión de imágenes o impresiones. Es un proceso continuo del que, por lo general, ni siquiera nos damos cuenta. Pero podemos situarnos frente a ello y observar. También hay formas de detenerlo. Lo hacemos a veces inconscientemente. La escritura puede ser un procedimiento, pero no por lo que con ella se cuente, sino por lo que requiere de concentración. Hay entonces algo que va haciéndose debajo o… ¿en otro lado? del discurso.
¿Y el animal? El animal es antes. El animal-en-mí es el que posee el saber anterior, aquél de los comienzos, aquel saber sin juicio, inmediato, natural, que todo ser vivo posee y que permite que entre todos exista un equilibro (prefiero el término equilibrio al de armonía, que utilizan frecuentemente los que hablan de ecosistema, por el matiz positivo que reviste el segundo. No entiendo, no puedo desde mi razón entender como algo positivo el círculo del hambre. Pero en él estamos y mientras no decidamos darnos de baja y salirnos de él es de buen gusto acatar sus reglas).
Ciertamente, entre este estado anterior del animal-en-mí y el estado sin mente hay cierto parecido. En ambos casos se trata de un fuera del discurso mental.
En el intercambio que se da en un ecosistema humano, donde todos los vivos interactuamos con nuestro entorno inmediato o virtual, ¿qué función cumplen los usos poéticos del lenguaje?
¿Qué función cumple el poema en nuestras sociedades actuales? ¿Qué función cumplen las artes cuando su uso y su necesidad se han perdido? Esa es la cuestión. Las artes, antiguamente, cumplían, cada una, una función. Se trataba de elaborar imágenes para el culto o para la memoria o, en el caso de las artes del lenguaje, de saber pronunciar un discurso convincente, contar o inventar los hechos para mantener la unidad de un pueblo con una historia común, o interpretar los designios de los dioses o de los poderes superiores. Pintar, esculpir, contar, componer poemas, danzar, tocar un instrumento, todas las artes tenían una función social bien determinada. Pero hubo un momento, en la historia de Occidente, en que se le puso mayúscula a la palabra y el Arte se distinguió de las artes adquiriendo una finalidad en sí mismo. El Arte se contempló en el espejo y se encontró hermoso –esto fue antes de que Rimbaud sentara a la Belleza en sus rodillas y la encontrase amarga. Habiendo perdido la finalidad y, por tanto, el uso y la necesidad que de ella tenía la sociedad, es lógico que ocurriese lo que ocurrió: la obra se convirtió en un valor de cambio, un valor comercial, y la palabra adquirió su título de grandeza: la obra pasó a ser obra de arte. –«Obra de arte» es una expresión redundante, ya que la palabra «arte» significa «obra». El artista es un hacedor, articula, construye, al igual que el poietés, el poeta: la palabra poíesis también significa elaboración–. Aquí, entonces, se planteó la cuestión del valor de la obra, pues ¿quién juzga, y a partir de qué? La obra vino a ser, además, cada vez más conceptual, cada vez menos carente de materia. ¿Cómo juzgar de su valor, con qué criterio? Tirar por la tangente fue sencillo: lo que vale no es la obra sino el artista. Y el artista, entonces, se contempló a sí mismo en el espejo y se encontró hermoso… Lástima que Rimbaud no estuviese también allí en ese momento para sentarle en sus rodillas.
Así que, ¿qué función cumplen las artes en el momento actual aparte de alimentar la egomanía de algunos, abarrotar los sótanos de museos y editoriales y poblar el mundo de falsos valores? ¿Qué función cumple la poesía? ¿O deberíamos hablar de poema? ¿Sabemos aún lo que es un poema? Porque si pretendemos ser poetas estamos muy lejos de serlo. Antes hay que aprender a pasar desapercibido, como el caracol, en el borde/margen del sendero. Y eso es un largo aprendizaje. Tal vez sería cuestión de querer emprenderlo.
Dices «escritura inútil» y sin embargo sobrevivir aparece íntimamente ligado a ese proceso de registro, minucioso y atento, por parte de la viviente, de la observadora atenta a sus propias transformaciones. ¿Cómo se engancha la escritura a la vida y de qué forma aparece como sedimento de los procesos vitales?
Sí. Parece contradictorio, en efecto. Pero siempre hay que contextualizar lo dicho. También dije que nada es inútil para ver. Y hablé de saberes inútiles, eso sí. Y del inútil parloteo. Depende del contexto. Creo que te refieres a un párrafo de Husos. Entonces tenemos que situarnos en ese contexto. Husos es un cuaderno de duelo. Lo que se cuenta allí tiene que ver con la imposibilidad de poner en palabras lo que ocurre en el abajo, donde la experiencia tiene lugar en toda su amplitud. Las palabras limitan, delimitan, y hacen comunicable tan sólo aquello que hemos pactado que son las cosas, consensualmente. La palabra no acierta a hacer comunicable todo el referente. Cuando la experiencia es intensa ocurre en ese lugar al que llamo el abajo, una dimensión en la que lo que ocurre tiene lugar con una intensidad inusual. En el abajo uno permanece sin palabras. Por eso el empeño de los psicólogos de hacer que el paciente ponga en palabras su experiencia. Porque con las palabras se sube a la superficie donde todo es comunicable y de esta manera lo vivido pierde su inconmensurabilidad. Lo real es inconmensurable, es infinito. Es infinito porque la razón no puede abarcarlo.
Si pudiésemos asomarnos al cuarto donde la escribiente trabaja y contemplarla largo rato en silencio… Una vez finalizado el proceso, después de haber hablado, satisfecho el deseo-de-decir: ¿Quién-qué queda? ¿En qué momento del cuerpo la-lo encontramos?
De pie, con los nervios soliviantados de cintura para abajo.
La ausencia física de un interlocutor parece ser una de las condiciones sin las cuales el acto de escribir no puede darse. Si aceptamos que la ausencia es condición de la escritura, ¿cómo es tu relación con las que te acompañan y ocupan el lugar de lo que en el habla sería un destinatario particular, empírico? ¿Piensas que la ausencia física es condición de la escritura?
Ciertamente, si quieres comunicarte con alguien que está presente lo lógico es que le hables, no que le escribas. (Se me ocurre, al hilo, que el hecho de que se haya escrito tanto acerca de lo divino sería una prueba fehaciente de que, para los mismos creyentes, Dios es ante todo el gran Ausente). En mi caso, es cierto que casi siempre me dirijo a un interlocutor, tanto si se trata de un asunto teórico (está claro que la finalidad de un ensayo es comentar ciertas cosas con quienes se interesen por ellas) como si se trata de otros géneros. En algunos casos, el interlocutor interviene incluso hasta el punto de convertirse en uno de los personajes del libro, lo cual es, entre otras cosas, una manera de tenerle presente, de (man)tenerle presente. Supongo que su presencia (al fin y al cabo la ausencia es una forma de presencia) me conforta. Al fin y al cabo, si empecé a escribir fue para poder leerle a mi amiga un nuevo capítulo cada día en el gran recreo. Era recíproco. Nuestras respectivas novelas era la manera de contarnos algo; nos inventamos el serial avant la lettre... Supongo que también es por eso por lo que me gusta el género de la entrevista, porque me permite responder en vez de hablar en vacío. Por otra parte, en la inter-locución a veces se abren brechas y eso es lo interesante.
No hay imaginación sin espectralidad. ¿Cuál es la naturaleza del fantasma?
La mente jamás piensa sin phantasma, decía Aristóteles. Lo que llamamos pensar (imaginar, recordar, percibir, juzgar, calcular, etcétera) son actos mentales que se suceden en un encadenamiento que raras veces se suspende. A cada uno de estos actos le corresponde alguna imagen, algún phantasma. No puede pensarse sin imagen, ésa es la idea. Y si no, hagan la prueba. Deténganse un momento, un minuto cronometrado, por ejemplo, cierren los ojos, imaginen el anverso de la frente como una pantalla y contemplen allí los actos de pensamientos sucediéndose… Es este el primer paso de la observación. Otro día os cuento más.
Uno de tus últimos libros, La mujer de pie (Galaxia Gutenberg, 2015), nos enfrenta a la experiencia concreta de un cuerpo localizado: localizado en el repertorio de sus capacidades (las que tiene, las que recuerda haber tenido); localizado también en el espacio concreto que habita, en su dolor y sus necesidades biológicas. El título mismo pone atención sobre la importancia de la postura de ese cuerpo: está de pie. Siguiendo tu voluntad de no construir discurso a partir de las dicotomías, también deshaces la idea de género en la neutralidad de las voces que componen tu obra. Sin embargo, en esta ocasión, parece imperativo decir la diferencia: es una mujer quien está de pie.
Hay una diferencia importante entre, por ejemplo, el personaje Cual, que aparece al final de Hilos, y La mujer de pie, y es que pertenecen a dos niveles distintos de experiencia. Cual es el resultado de un progresivo auto-desprendimiento. Cual ha ido desprendiéndose de todo, objetos, cosas, hábitos, apegos; su voluntad ha ido menguando –por intervalos– hasta prácticamente desaparecer. Termina viviendo en puro presente, en contacto con cosas diminutas, insignificantes. Desprovisto ya de todo sentimiento-respuesta aprendido, aprecia, por ejemplo, el aguijón de una abeja en su cráneo. Cual es un ser menguando.
La mujer de pie, en cambio, vive en/con un cuerpo del que no puede desprenderse aunque quisiera. Un cuerpo enfermo, doliente, que le recuerda continuamente su ser de carne atado a una realidad que es tiempo sucesivo. Un cuerpo concreto, con una anatomía particular, que es el de una mujer. No hay en ello voluntad de discurso de género, tan sólo un acercamiento a esa experiencia concreta. Es fácil universalizar y andarse entre conceptos cuando el cuerpo no se siente. El cuerpo se ausenta cuando está sano, y la mente se identifica entonces fácilmente con los vuelos metafísicos o los enredos en/con los que se ocupa. Pero cuando está herido, vuelve a pisar el suelo. Y si bien Cual nace como resultado de un extremo sufrimiento, La mujer de pie tiene que lidiar con otro tipo de prueba, la del dolor físico.
Cuando en el libro reflexionas sobre la discontinuidad de la percepción haces referencia a las «velocidades» de la mente. Si entiendo bien, la velocidad es productiva en cuanto que genera «realidades» o situaciones de percepción dispares: desde la sensación de paz y reposo a lo que llamaste «velocidad del pánico»…
No exactamente. Lo que precisamente descubre la mujer de pie, al ingerir ciertos fármacos, es que algunos aceleran mientras que otros ralentizan la velocidad del proceso mental (del que hablábamos antes) y que la percepción del tiempo guarda relación con esa velocidad. Dice así:
Le fascina comprobar la relación que guarda la percepción del tiempo con la velocidad del proceso mental, que se acelera o disminuye según qué fármaco. Descubre que el tiempo es cuestión de velocidad: si lo mental se aquieta, el tiempo desaparece; si se acelera, vuelve a aparecer, y lo hace acompañado de la sensación de una caída y un aprisionamiento. Al tiempo se cae, dice.
Cuanto mayor sea la velocidad del proceso mental, es decir, con cuanta mayor rapidez se sucedan los actos de pensamiento (percibir es uno entre otros) más fácil será identificarse con las ideas que forman y que son como burbujas en la cadena del proceso. Esto genera un estado de mayor confusión. La paz requiere la disminución de esa velocidad, su aquietamiento.
En Husos: Notas al margen (Pre-Textos, 2006) hablas sobre el Abismo: «Hemos tenido que negociar con el Abismo para poder existir. Lo hemos nombrado para poder convivir (…) Pero a veces, sólo a veces, un gesto ocurre, que detiene el discurso». ¿Es el gesto indicio del Abismo que irrumpe en nuestra construcción de lo cotidiano?
Lo que ocurre en el abismo del «abajo», como comentábamos más arriba, es imposible de comunicar. Cuando de lo que se trata es de algo terrible, es absolutamente insoportable. Para sobrevivir hay que subir a la superficie, donde lo terrible adquiere las formas de lo conocido, de lo reconocido. Los rituales acompañan en ese trance. Un ritual permite que lo inabarcable pueda abarcarse. Situarlo en un objeto, en un recuadro: un templum (de ahí la palabra «templo»), es procurarle un lugar concreto en el mundo de las cosas concretas. De esta manera se puede seguir (con)viviendo. Pero, ciertamente, no nos inmuniza: a veces algo mínimo, un simple gesto, es suficiente para abrirnos de nuevo el abismo que creíamos sellado.
En La herida en la lengua (Tusquets, 2015) despliegas todo el ancho de la duda: ¿Cómo narrar la desolación? Jacques Derrida se preguntaba: «Decir el acontecimiento: ¿es posible?». Pienso en las imágenes de violencia resultado de la guerra civil siria y en la narrativización de la experiencia de los refugiados. ¿Crees posible contar el dolor y la injusticia sin que esto conlleve un ejercicio de reducción y normalización?
No, no lo creo. Toda narración mantiene en superficie lo que ocurre. Lo comunicable nunca es lo que ocurre. Eso por una parte.
Por otra parte, no olvidemos que lo que nos cuentan los telediarios son acontecimientos elegidos ex profeso para ser narraciones, seriales a los que el espectador se engancha como a un reality show. Como cualquier empresa, las cadenas televisivas necesitan consumidores, en este caso audiencia. Lo que vemos no es ni mucho menos todo lo que ocurre en el mundo, ni tampoco todo lo importante, sino algunas cosas que tienen sus ventajas políticas si, como dice la expresión al uso, «forma opinión» o, simplemente, a fin de mantener la tasa de miedo que será hábilmente equilibrada con un tipo de diversión (fútbol, competiciones, lidias taurinas) que fomente la diferencia, la adhesión a una bandera y la violencia.
Pero hay más aún: el horror atrae. Cuestión de placer: toda representación es placentera. Cuando los sucesos violentos nos llegan a través de los medios de espectacularidad, lo hacen por el mismo conducto y de la misma manera que las películas de ficción. Los recibimos en el recuadro de nuestras pantallas como si fuesen representaciones. Y la representación tiene la peculiaridad de hacer que las emociones naturales emerjan en nosotros con un añadido de placer que las transforma en lo que se ha denominado «emoción estética». La pena, por ejemplo, o el miedo que experimentaríamos con desagrado en momentos terribles o pavorosos se convertirán en esa mezcla de terror y placer con la que nos deleitamos ante ciertas películas. Bien, pues, esto que es parte integrante de cualquier espectáculo de ficción se convierte en algo muy perverso cuando es utilizado para otros fines. En ello consiste el peligro de las artes, un tema sobre el que he escrito mucho, por cierto (en Contra el arte y otras imposturas, entre otros).
Siguiendo en las coordenadas de la pregunta anterior, los medios de comunicación nos implican en una relación donde aparecemos necesariamente como depositarios de relatos del dolor de los otros. La experiencia de este «otros» es, al mismo tiempo, escandalosamente material e indeterminada. Una vez nos reconocemos en esta intersección, la empatía o los saberes del cuerpo parecen el único vehículo de «conocimiento» justo. En una de las notas a Husos subrayas la necesidad de entender la diferencia entre «bondad» y «compasión»: «Bondad… ¿bondad? No hablemos de bondad. Releguemos el término al ámbito moral, que es al que pertenece. En el del espíritu, hablemos de compadecimiento. La bondad es requerida cuando hemos olvidado la compasión».
Recordemos el párrafo del Dao De Jing (cito de memoria): «Perdida la armonía (el tao: el curso), apareció su virtud (te) / perdida su virtud, apareció la bondad (jen: la virtud de la «humanidad») / perdida la bondad, se echó mano de la justicia / perdida la justicia apareció la cortesía (los ritos). Pero la cortesía es debilitamiento de la confianza y principio del desorden, y su conocimiento, el principio de la estupidez».
Un espléndido párrafo que es por sí sólo todo un tratado de ética y de política. La bondad es una virtud moral: pertenece a un código consensuado para la convivencia. Si el ser humano necesita de estos códigos no es, como nos quisieron hacer creer, porque el animal humano sea más listo que otros y su cerebro más complejo, sino simplemente porque ha perdido el saber anterior, el que todo animal posee y transmite a su prole.
En cuanto a la compasión, hay que distinguir muy bien la capacidad de empatía (esa capacidad de resonar que tiene la cuerda de una guitarra cuando, sin ser tañida responde a otra del mismo tono que sí lo es) de la proyección: ¿me duele el dolor del otro o me duele mi dolor al verlo representado en el otro? Y mi pregunta: ¿es posible, realmente, la compasión?
Propone Deleuze que la historia se ha escrito siempre desde el punto de vista de los sedentarios: «Lo que no existe es una Nomadología, justo lo contrario de una historia». ¿Qué diferencias imaginas entre una escritura que nace de la estabilidad y otra que surgiese del movimiento?
Una de las grandes diferencias entre los pueblos nómadas y los sedentarios es que en general los primeros son patriarcales mientras que los segundos han tenido, en su mayor parte, una estructura matriarcal. La razón es simple: los pueblos nómadas se desplazan con su ganado, mientras que los sedentarios son agrarios. Por eso los dioses de los primeros suelen ser personificaciones de los elementos naturales, que son los que siempre les acompañan, mientras los pueblos sedentarios, cuyo valor necesario es la fertilidad suelen tener diosas madres. Por eso también, a diferencia de los nómadas portadores, in nuce, de una economía de capital (conquistan, roban, arrasan, esclavizan, polinizan), los sedentarios poseían una economía de subsistencia. Pienso en los antiguos pobladores del subcontinente indio, por ejemplo, los drávidas, que adoraban a la Diosa, y al falo como símbolo y signo de la fertilidad. Y pienso en los arios, que penetraron en el subcontinente indio atravesando los Himalayas acompañados de sus dioses: Vayu, el dios del viento, Agni, el dios del fuego, Indra, el dios de la lluvia y el trueno, y el padre de estos últimos, Dyaus Pita: el padre (pita) de los cielos (dyaus). Esta palabra es la que en griego se pronunciaría Zeus y en latín Ju (nombre al que los romanos también devolvieron el epíteto piter (padre), lo cual formó el conocido Júpiter), mientras alguna secta, como la cristiana, seguiría utilizando la palabra aria Dyaus que se transformaría en Dios. Como vemos las expresiones Dios Padre y Dios de los Cielos no las inventaron los cristianos; tienen una larga historia que explica, entre otras cosas, por qué no deberíamos extrañarnos de que Occidente haya sido y sea patriarcal.
Si la historia se hubiese escrito como nomadología, puede que no hubiésemos pretendido «tener raíces», «identidad» u otras necesidades inventadas para consolidar las fronteras y el poder de unos cuantos pero, por otra parte, deberíamos habernos sabido asumir como conquistadores, invasores, esclavistas, destructores de otros pueblos, deberíamos haber asumido lo que Occidente ha sido, lo que somos.
Un pensament sobre “Chantal Maillard: “En el abajo uno permanece sin palabras””